domingo, 30 de octubre de 2011

Día 27: Capurganá


Nos encanta este lugar. Mola mucho. Hasta ahora, es el único sitio de los que hemos visitado en el que podría vivir una buena temporada. Ni que decir tiene que es el rincón perfecto para retirarte cuando seas viejuno y olvidarte del mundo. Cómo explicarlo: aquí el tiempo no existe, o tiene una medida muy diferente, especial. Nunca sabemos qué hora es, porque nunca llevamos reloj. Ni móvil. Nos guiamos por el Sol, y preguntando de vez en cuando a la gente. ¡Pero es que da igual!

Todo va lento. Las personas, los perros, todo. Y tú, sin darte cuenta en ningún momento, te contagias de esa lentitud. Como una enfermedad, como un virus que te invade y hace que tu cuerpo deje de ser español y se convierta en caribeño. Cualquier movimiento, desde coger el mechero, retirarte el pelo de la frente, o dejar el tercio de birra en la arena, se hace a cámara lenta. Y todo ayuda, porque cuando te das cuenta de que el taxi del pueblo es un carro de madera tirado por un caballo, empiezas a encajar las fichas.

En una de las dos playas del pueblo, en la de arena, tenemos una porción de tierra a la que le hemos cogido cariño. Es un árbol, y debajo de él, un banquito de madera, que están a sólo cinco escasos metros del mar. Allí, sentados, y resguardados por nuestro amigo el árbol, pasamos horas y horas mirando al infinito. Fuera de la sociedad, fuera del mundo, en el auténtico limbo. Horas hablando y riendo. Bebiendo cerveza. O leyendo y haciendo fotos. Pero sobre todo, absolutamente hipnotizados por el ambiente. Idos. Secuestrados por algo que no sabíamos muy bien qué era. La arena fina en tus pies, el mar, el horizonte y el cielo ahí delante. Y nosotros dos. Creo que nunca he estado más relajado que estos días, de verdad. Pensando en España, acordándote de mucha gente querida. Pensando en todo y en nada a la vez. Pensando en el pasado, en el futuro y en el presente. Es como si el árbol te susurrara todos los secretos de la playa desde que él estuvo allí plantado. Y es que es así: los árboles son como los viejos de lugar. Hay que cuidarlos, respetarlos y escucharlos, porque nadie sabe más que ellos del sitio donde se encuentran.

Nos va a dar mucha penita irnos de aquí. Este lugar tiene magia.


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