Nos levantamos pronto. Llevamos todos un desfás horario elegante, así que a las siete de la mañana ya estamos todos despiertos. Vamos los cinco en el coche de Edmundo hasta el barrio de la Candelaria. Vamos por la Calera, pegaditos a las montañas, evitando el tráfico intenso de la capital. Bonito trayecto. Bogotá es verde, es muy verde. Por el camino vemos las vistas de la ciudad: es inmensa. La vista es incapaz de abarcar toda su magnitud. Nueve millones de personas (flipas) y la mayoría de edificios bajos, hacen que la ciudad sea interminable. Madrid parece pequeña al lado de este monstruo.
Las vueltas en coche son muy entretenidas debido a dos factores: las carreteras y vías en general son un poco desastre (baches y agujeros por doquier), y los conductores van casi todos de rally, a muerte. Me lo paso pipa. A saber cuántos accidentes hay al día en esta ciudad.
Después de dar un garbeo en coche por la Candelaria, seguimos ruta hacia un pueblito cercano llamado Chía. Chía en indígena significa luna. Precioso nombre, feo pueblo. Pero de allí es gran parte de la familia de Anita, y la verdad es todos y cada uno de ellos nos tratan genial, de lujo. Son todos majísimos.
Comemos en El Chato Parrilla, y nos ponemos hasta el culo. La carne es excelente y el servicio genial. Súper atentos y muy agradables. Probamos cosas típicas de Colombia, como el patacón, que es plátano frito, y lo untas con varias salsas muy sabrosas. Está todo cojonudo. Después fuimos a visitar a la familia de Anita a El Humero, un restaurante brutal que tiene su primo. Es inmenso, bonito, y con mucho gusto. Se deben de liar muy pardas los fines de semana. Como ya he dicho, son todos realmente simpáticos.
La temperatura cambia constantemente en Bogotá. Depende de si hay nubes o no, porque cuando pega un poquito el Sol calienta que da gusticooo. Lo malo es que aparece tan rápido como se va.
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