No hay rafting. Sus muerts. Qué pena. No nos han llamado, ni nos pillan el teléfono. Ha llovido toda la noche y es imposible bajar el Suárez. Ni siquiera el río del cañón de Chicamocha. Edmundo confiesa luego a Anitosss que se alegraba un poco porque el temita es de grado 5 y no es moco de pavo. Nos prometemos que en algún momento, en algún país, haremos rafting otra vez. Y, al menos, de grado 4.
Plan B: Nos piramos hoy mismo, esta tarde, a Santa Marta. Recojemos la casa, la limpiamos. Tanto hoy como ayer hemos comido pollo asado con papas. Delicioso. Baratísimo. Y lo mejor de todo: te calzas unos guantes finitos de plástico (como los de las fruterías), y te lo comes todo con las manos. ¡Mola comer con las manos! Seguimos siendo monos.
¡Ah! Movidica. Aquí, en Colombia, los camiones, camionetas grandes, o transporte pesado con ruedas de ese rollo, cuando conducen marcha atrás les suenan unos sonidos de fliparrr. Por lo que nos cuenta Edmundo, debe de haber tres éxitos de estos sonidos en el país: uno que parece como una nave de Star Wars; otro que se escucha (perfectamente) la voz de un robot diciendo: "Este transporte está yendo en reverse", o algo así; y el mejor, sin duda alguna: a muchos camioneros colombianos cuando ponen la marcha atrás les suena La Lambada. Agüita. ¡Jajaj! Brutal. Nos partimos el culo con la movida. Vaya cracks.
Mateo se vuelve a Bogotá a las 14.30. Nosotros nos vamos a Santa Marta a las 18.30. Nos despedimos de Iván y su familia. Antes de pillar el bus, hacemos una fugaz visita a Barichara. Es un pueblito pequeño, muy bonito. Prácticamente todas las casas son iguales. Blancas, bajitas, y con franjas horizontales de vivos colores. Tienen unos patios interiores impresionantes. Y hay un par de miradores en el pueblo; la vista está muy bien, se ve la parte light del cañón de Chicamocha.
Estamos en la plaza, comemos obleas con arequipe (como dulce de leche pero mejor), y al ratito ya nos volvemos. Un peueblito de postal. Y muy tranquilo. Por lo visto, las casitas allí ya deben de costar un auténtico pastizal.
Nos despedimos en la estación de Edmundo. Mil gracias por todo; usted ya sabe. Aunque lo volveremos a ver en unas semanas cuando pasemos por Bogotá de nuevo. Nos espera un viaje que, digamos, cortito no es. Trece horacas de bus, de San Gil a Santa Marta. Haciendo trasbordo muy cerquita de allí, como hacia las seis in the morning.
El bus es bueno, ya nos lo había explicado el que nos vendió los billetes. Y es barato. Te puedes tumbar casi todo lo que quieras para dormir. Casi. La idea es llegar a nuestro destino como a las 07.30 del día siguiente. Lo bueno de viajar de noche es que te ahorras una noche de hostal, y que no pierdes ni un día ni la luz del Sol. Nos ponen pelis (aunque casi no se escucha). Todo perfecto. Excepto por una cosa: el maldito aire acondicionado. Vaya rascuni. Jooodo. Anita nos previene y todos pillamos la chupa. Pero aún así es un cebatil. El ambiente es glaciar. Te sientes como en un Ice-Bar de ésos, pero sin la termo-armadura que te haga soportar semejante chorro helador.
En Bucaramanga hacemos una parada de 45 minutos. No hace falta ni mear porque se puede hacer en el bus. Comemos una mierda de croissant con jamón y queso. Recalentado. Pero era lo mejor de toda la estación. Comida mala y cara. Nos pillamos los sacos de dormir para intentar paliar el ambientes hostil del interior del bus. Nos quedan como 8-9 horas casi seguidas de trayecto. Es hora de intentar dormir. O mejor dicho. Es hora de sobar por cojones. Porque ya no hay ni peli ni una sola luz en el interior del autobús. No puedo ni leer ni escribir. El conductor me confirma que no es posible, que no están conectadas. A jamar. Sí que toca cerrar los ojos. Todos soban. Mañana (luego) llegaremos a Santa Marta. A la playa. A ver el Sol, que parece que no se fía de nosotros. Porque viene y va, como con ganas de estar con nosotros. Pero con miedo a quedarse.
Mañana estaremos en el Caribe.
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