viernes, 19 de octubre de 2012

Días 206-209: Tokio

Damas y caballeros, señoritas y chavalicos (tú, niña, atiende), bienvenidos a la ciudad del futuro, a la ciudad del pasado, a la ciudad del manga y de los videojuegos, a la ciudad del sushi y el neón, al lugar que siempre soñé conocer y al que muero de ganas por volver. Bienvenidos a Tokio, una metrópolis donde conviven 36 millones de seres humanos, haciendo de ella la mayor aglomeración de personas de todo el planeta.

Lo primero que recuerdo de Japón es el baño del aeropuerto: ¡vaya tela! Tenía más botones e instrucciones que el propio avión. Al principio flipas con la movida, pero los tíos se lo curran y te ponen las explicaciones también en inglés. Cuando le pillas el truco al asunto, las sesiones en el lavabo son una auténtica gozada. ¡Qué listos son los japos! Mientras cagas puedes escucharte a los Beatles tranquilamente, y no preocuparte por si el de al lado va a escuchar tu propia banda sonora intestinal. Y, como colofón, después tienes una serie de chorros de agua perfectamente orientados para que tu ojete acabe aseado, agradecido y contento. Sin duda alguna, una experiencia muy recomendable.

Tokio es caro, ya lo sabíamos, y es una realidad. Te das cuenta nada más llegar: tienes que soltar 40 eurazos para pagar un tren que tarda 40 minutos en llegar a la ciudad desde el aeropuerto. El rollico va a ser mucho patear, mucho mirar, y poco tocar. Y eso es lo que hicimos: andar, andar y más andar, y bastantes viajes por su extensa pero manejable red de metro. Yo reconozco que no soy muy de andar. No me pone andar por el campo, la verdad. Pero me encanta pasear por una gran ciudad. Recorrer sus calles y avenidas, perderte en ellas, ser un desconocido entre millones de personas, descubrir nuevos bares y tiendas, tomar el Sol en sus plazas y parques, mirar a la gente cómo se mueve, qué hace, cómo se viste, y escuchar los cientos de sonidos que surgen de cada esquina. Me apasionan las grandes urbes, su murmullo, sus incesantes latidos de intensa vida durante los 365 días del año. Y Tokio es una de esas ciudades donde no te cansas nunca de observar, porque siempre hay algo o alguien que capta tu atención, y donde hay siempre algo que hacer a cualquier hora del día o de la noche y cualquier día de la semana.

Es una ciudad futurista (para ellos ya presente), con su metro pasando por encima de tu cabeza, con sus incontables y modernísimos rascacielos, y con las pantallas gigantes de última generación colgadas de cualquier fachada; con sus peculiares habitantes, que prácticamente cada uno de ellos lleva entre las manos el último juguetito tecnológico, capaz de mover satélites enteros flotando en el espacio exterior simplemente presionando un botón de su smartphone. Pero a la vez, y ello es parte de sus muchos encantos, la ciudad también tiene un muy marcado lado tradicional (para ellos también muy presente). Entre esos altísimos edificios de cristal, o enormes centros comerciales o calles comerciales repletas de luces de neón, te encuentras, sin esperártelo, un estrecho y oscuro callejón donde parece que el tiempo no ha transcurrido en sesenta años; por no hablar de los silenciosos, bellísimos, tranquilos y espirituales templos que hay desperdigados por toda la ciudad. Es chocante pasar en tan sólo dos minutos, de la calma absoluta, de la paz y sosiego máximo que se respira en un templo, a la locura, intensidad, vitalidad y bullicio de una calle comercial algo conocida.

La gente de Tokio se parecen bastante en eso a su ciudad: son personas de contrastes. Te puedes encontrar al hombre más recatado, sobrio, serio y anodino de toda la Tierra, y, en el mismo instante, darte de bruces con las y los personajes más  notas que te puedas echar a la cara. Me sorprendió ver en algún barrio a gente joven con unas pintas muy, muy locas. Puedes ir paseando por una calle de Shibuya con un maldito orinal en la cabeza que nadie te va a mirar mal. De hecho, quizás ni te miren. Ahí vale todo. Les chifla la moda y llevan modelitos más salvajes que en London o Berlín, que ya es decir. Pero la verdad es que tienen un estilazo que alucinas. Ellas y ellos. Joder, ¡molan mucho! Y lo más importante, es que, todos ellos, vistan como vistan, sonrían más o sonrían menos, todos son supermegaextraeducados, respetuosísimos, silenciosos, muy simpáticos (algunos a su manera) y te ayudan en todo momento en aquello que esté en sus manos.

Sus calles me recordaban, me trasladaban, me hacían pensar en Haruki Murakami, en sus libros, en sus personajes, en sus increíbles historias, muchas de ellas localizadas en este lugar. Me flipa Murakami. Qué tío, el japo, cómo escribe. Lo recomiendo a todo el mundo. Pero, cuidadín, su estilo opiáceo (como leí de un crítico) es una droga poderosa, y hará siempre que quieras más y más relatos suyos. Paseando por Tokio, veías y escuchabas decenas, cientos de cuervos volando bajo, posándose en semáforos, balcones y terrazas. Algunos inmóviles y silenciosos. Vigilantes. Otros gritones y burlones. No podía dejar de pensar que estaban tramando algo. Algo importante, siniestro quizás. E imaginaba que si salía a pasear una noche a solas, podría cruzarme con uno de ellos y, tal vez, entablar una conversación. Y Señor Cuervo por fin me explicaría qué estaba ocurriendo, cuál era el propósito escondido por toda la clandestina sociedad de los cuervos durante cientos de años. Él me hablaría en perfecto español, o puede que en inglés, para que yo le entendiera, porque no hablo japonés. Y sí, me parecía algo tan maravillosamente mágico y, a la vez, tan anormalmente normal. Como las historias de Murakami.

Como ya he dicho, pateamos sin control el centro de Tokio, y vimos prácticamente todo lo que queríamos conocer. Vamos, lo más conocido, lo típico. Porque para conocer a fondo una ciudad de semejante envergadura y tantas posibilidades de acción, hay que vivir en ella, al menos, unos mesecitos. Veamos, un pequeño resumen: Shinjuku (joder, ¡es que me molan hasta los nombres!): una de las imágenes típicas y símbolos de la ciudad. Luces de neón por todas partes, por ello es mejor ir de noche. Tiendas, bares, karaokes, moderneo y ambiente a cualquier hora del día y de la noche. Y los rascacielos más altos están por este barrio. Nos pilló lloviendo y cansados, pero es imposible pasear por esos callejones sin dejar de mover el cuello a un lado y al otro observando a extraños viandantes y turbios lugares de ocio (con entrada prohibida para no japoneses). Ginza: el barrio pijo y lujoso. Es la zona más cara y sus grandes avenidas están repletas de tiendas de primeras marcas, de ejecutivos con trajes, y de mujeres con clase envueltas en vestidos muy, muy talegueros. Akihabara: centro neurálgico de la electrónica y la tecnología, y también cuna del manga. Centros comerciales y cientos de tiendas repletos de cualquier gadget imaginable y de hasta la más freak figurita de manga, desde los 5 centímetros de tamaño hasta el metro y medio, y desde los dos euros hasta las más exageradas (escandalosas) cantidades de dinero. Realmente a mí el manga me da absolutamente igual, me quedé en Akira y ahí sigo. Y el barrio es muy friki, sí, pero también es muy divertido y auténtico y te puedes pegar ahí horas rebuscando en las tiendas y viendo personajes de toda calaña. Roppongi: zona de marcha por excelencia. Llena de bares y discotecas, donde locales y extranjeros se juntan para beber, cantar y bailar. Hay fiesta casi todos los días de la semana, sólo hay que acertar con el garito de moda o con la mejor fiesta de esa noche. Nosotros salimos una noche en Tokio, entre semana, y fuimos a esta zona. No recuerdo el nombre del sitio, pero sí recuerdo lo bien que lo pasamos Piña y yo y las risas que cayeron con los japoneses, ellas y ellos. Éramos la atracción de la pista de baile, y nunca se me olvidarán sus extrañas (para nosotros) formas de moverse o de relacionarse. Son muy divertidos y se lo saben pasar de de lujo. Otro rollo, pero de puta madre. Asakusa: retrocedamos al pasado. Cambiamos neones por incienso en los templos. Estuvimos en el templo Sensoji y nos encantó. Atestado de visitas, pero en un clima de extraña tranquilidad. Las purificaciones, los estanques con las carpas, los jardines... El Japón tradicional. Otro mundo completamente diferente en la misma ciudad, ¿alguien da más? Y por último, dejándome alguna cosilla más que omito por no cansar al personal: Shibuya. Un barrio muy molón, quizás mi favorito en los tres días que pasamos allí. Centros comerciales, cientos de tiendas de ropa guapísimas, y mucho, muchísimo ambiente por sus calles a todas horas. Lleno de gente joven, el barrio marca tendencias. Es una delicia perderte por sus calles y espiar al joven habitante de Tokio  en todo su esplendor. Otro de los símbolos de esta vertiginosa ciudad está aquí: el cruce de Hachiko. La mítica intersección donde varios pasos de peatones sincronizados forman un espectáculo digno de sofá, manta y palomitas. ¡Cuánta peña cruzando al mismo tiempo y qué bien lo hacen! Un caos controlado a la perfección, únicamente gracias a su civismo, buena educación y saber hacer.

Capítulo especial (se merecen un post entero) es para la mujer de Tokio. Vaya espectáculo. Yo ya sabía del tema, pero al llegar allí nos quedamos (los cuatro) alucinados con lo buenas que están las niñas por esos lares. ¡Frescor nipón! Y lo que más llama la atención es que no son ni dos ni tres, ni varias docenas, ¡vimos cientos de mujeres preciosas! Un no parar. Yo iba to loco, lo reconozco. Pero es que la gran mayoría tienen tipito, son una monada de cara, y tienen un estilazo al vestir que cada una podría luchar por el mejor blog de tendencias sin despeinarse. Anita nos llevó de la mano a un centro comercial en Shibuya, y simplemente por ese gesto le estaré eterna y plenamente agradecido. El Shibuya 109, siete plantas como siete soles mañaneros, un Corte Inglés dedicado exclusivamente al público femenino. ¡Una locura, señores! Dar vueltas, subiendo y bajando, paseándonos entre las clientas y las jóvenes, encantadoras y bellísimas dependientas, era como estar el paraíso. En un paraíso asiático donde sus saludos, miradas y sonrisas te elevaban unos centímetros por encima del suelo, volando bajo, ensimismado, aturdido y feliz. Un lugar donde poder pasarte horas, días, años, siglos... Un lugar donde la rutina no existe, donde no hay crisis ni hay guerras, un lugar donde todos los males de este mundo se han evaporado, y que, únicamente vuelven a aparecer cuando a las nueve de la noche apagan las luces, te mandan a casa, y tienes que salir de ese edificio con olor a rosas frescas. Porque sí, Borjita, es la hora. Y porque ya vale de manchar el suelo de babas, tío guarro.

En fin, creo que he vendido bien el viaje a Tokio, ¿verdad? Lo sé, cuánto amor. Qué le vamos a hacer, no soy objetivo, y es que siempre he sentido atracción por este país, esta ciudad, sus gentes y su cultura. No sé muy bien el porqué, pero así es. Y con tantas ganas que traía, no me ha decepcionado. Todo lo contrario: quiero más. Así que a ver si engaño a alguien cuanto antes y aparecemos de nuevo por la capital del Sol Naciente. Porque yo voy a volver, y lo antes que pueda. Aunque sea, para ver si me echo novieta. O algo.










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