Nos despertamos muy pronto, de esas horas del día que están hechas para llegar de fiesta y acabar la jornada, y no precisamente empezarla; desayunamos fuerte en el hostal y pillamos un bus como a las 6 de la mañana, dirección norte. El destino era Kalaw, una pequeña localidad de montaña desde la cual íbamos a emprender un trekking que duraría tres días y dos noches. Unos 52 kilómetros de recorrido, hasta llegar al bonito lago Inle. Sólo puedo decir que, aunque mi papel era el de quejarme bastante sobre el temita "trekking", y lo representé asiduamente durante todo el viaje por medio mundo, estos tres días fueron otra de las marcas indelebles que se grabaron por siempre en nuestra memoria.
Hicimos noche en Kalaw. Antes nos aprovisionamos de algunos temas que nos faltaban y preparamos unas mochilas sólo para esos tres días, ya que el resto de cosas nos las llevaba al destino la empresa que contratamos para el trekking. Éramos ocho personas: una francesa que venía con nosotros desde Bagan, un inglés, un alemán, un canadaca y el Equipo. Suena a chiste malo, pero no. Y claro, también venía Robin. Robin era un hindú cincuentón, barbudo, agradable, y lo más importante: un guía cojonudo. Porque le gustaba lo que hacía. Disfrutaba. Llevaba años haciendo lo mismo y conocía el terreno como la palma de su mano. Sabía mucho de todo lo que le rodeaba, plantas, animales y personas, nos explicaba de todo y aprendimos mucho de la situación real que vive el país.
No me apasiona esto de andar y andar, y andar un poco más, por el campo. Me tira más la playa que la montaña. Prefiero trepar a una palmera y tirarme al cristalino mar antes que subir hasta el pico de un monte. Incluso prefiero patear horas por una gran ciudad y que ésta me engulla poco a poco, hasta desaparecer entre la marabunta... Pero como ya he dicho, la experiencia de estos tres días andando por campos, valles y pequeñas colinas, fue algo sensacional. Y no lo fue por contemplar increíbles paisajes naturales, o haber presenciado deslumbrantes amaneceres, no van por ahí los tiros, no. Fue simplemente por sus gentes. De los que ya hemos hablado aquí en algún post anterior, y que me vuelven a poner otra sonrisa en la boca ahora mismo.
Pasamos y conocimos varias aldeas durante este mini viaje. En una dormimos la primera noche, y en otras nos paramos a comer. Dormíamos en sus casas, comíamos su comida con ellos, intentábamos hablar con ellos gracias a Robin, o simplemente por gestos. Jugábamos con los niños, nos pintaban excelentes retratos con los cuadernos y lápices que les dimos, los más peques flipaban con mis tattoos... Los críos de Myanmar es de lo más bonito de este viaje con diferencia. Sus sonrisas. Su bondad. Anita les llevó cuadernos, bolis, lápices y pinturas de colores, cosas que muy pocas veces, o quizás nunca, habían visto. Un auténtico y valiosísimo tesoro para un crío de esos lares. En ese preciso momento, los críos nos dieron una lección a los mayores. O a los occidentales, mejor dicho. Sin decirles nada, rápidamente, al minuto, se dieron cuenta de que no había de todo para todos. Y sin discutir ni enfadarse, sin peleas, lloros, gritos o envidias, repartieron ellos mismo el incalculable botín entre todos los niños, equitativamente. Estos pequeños salvajes desarrapados tenían más educación y más saber estar que muchos de nosotros. Se nos caía la baba con los nenes. Cuando estabas un rato con ellos, el rapto pasaba a ser una opción nada despreciable. Y es que un país es sus tierras, sus paisajes, lo que la naturaleza te pueda ofrecer; pero un país, sobre todo, creo que es su cultura, sus tradiciones, sus valores, su día a día... Su gente. Yo diría que un país, más que cualquier otra cosa, es la gente que habita en él.
Anduvimos por paisajes que me recordaban a los campos del norte de España. Aunque aquí predominaban los cultivos de arroz y de cacahuetes. Nos cruzamos con perros, cerdos, vacas, gallinas y búfalos de agua, con esos cuernos de media luna hacia atrás. En una aldea nos topamos con dos personajes peculiares. Uno era Medicine Man. Medicine Man! Era el anciano del lugar, maestro en artes marciales, experto en hierbas y ungüentos medicinales, tatuador (flipas), y no sé cuántas movidas más. El hombre estaba muy cascado, ya mayor y con gripe, y casi no podía ni cantearse. Pero ahí no le tosía nadie. Era el Gran Jefe. El otro tío era un auténtico notas. No paraba de moverse dentro de la casa y hacía cosas raras. Al final me ofrecí (por decir algo) a que me hiciese unos estiramientos, o algo así. Pues bueno, el muy colgao casi me deja ahí tirado. No tenía ni golfa idea de qué me estaba haciendo, y lo que realmente estaba pasando, y nos enteramos un rato después, ¡es que el pavo venía todo ciego de una boda del día anterior! Estaba de empalmada e iba como un atún, mi amigo el quiropráctico.
Por el camino recuerdo que comimos ciruelas que encontramos. Robin nos habló de muchas plantas, sus usos y utilidades. Pimienta de limón, gengibres varios... Controlaba a saco el colega. Un tío muy sano, además. No como todos los demás... Porque cómo se pone la peñita aquí: ron, whisky, birra, tabaco chungo casero de mascar (¡auténtico veneno del horror!), marihuana, opio... Por eso, quizás, sean tan cantarines: porque van casi todos medio puestos. Están todo el santo día cantando temitas. Les privan los karaokes, y en los viajes de buseto te pueden taladrar horas y horas y horas con su peculiar estilo musical...
La segunda noche sobamos en un monasterio bastante antiguo y que parecía abandonado, pero seguía operativo y aún viven monjes budistas. Un lugar brutal. Antes vivían 100 monjes, ahora ya tan sólo quedaba un monje viejuno con una brazo inmóvil y seis monjes de entre 10 y 14 años. Cenamos al atardecer, y de música de ambiente sonaban los rezos cantados de los pequeños niños monje. Genial. La paz era absoluta.
Las duchas en el trekking consistían en tirarse por encima cubos de agua de lluvia almacenada. Frotarse bien todo con jabón, y a funcionar. Esas dos duchas supieron a gloria bendita, sobre todo la segunda en el monasterio. El tema jacuzzi escaseaba, sin embargo, nos daban de comer en abundancia, siempre sobraba algo. Y siempre muy bien, cosas muy sabrosas, como la salsa de tomate casera de la mujer de Robin del primer día... Uuuuummmmm, la madre que la trajo, eso estaba tremendo.
Tuvimos mucha suerte con la lluvia, porque aunque nos pilló en algún tramo y nos pusimos de barro hasta las rodillas, fue muy light para lo que pudo haber sido. La época del temido y cacareado Monzón tenía su inicio en ese momento, pero como la suerte es nuestra aliada, la cosa no pasó a mayores. El primer día nos libramos de una tormenta que nos pilló ya en la aldea por la noche, y menos mal, porque si nos llega a pillar en la ruta yo creo que ni lo contamos. ¡Qué manera de llover! Qué cebatil. Violencia en estado puro.
Algunos ya sabéis que me molan los árboles. Unos más que otros, obviamente, pero sí, me gustan en general. Recuerdo grupos de muchos bambúes larguísimos, resistentes y elásticos, como si fuesen de dibus animados. ¿Habéis visto la peli de La casa de las dagas voladoras? Igualito que ese bosque. Pero sobre todo me acuerdo de los gigantescos y preciosos ¿Bavarian?, altos y anchos, enormes árboles, sagrados en ese país, y, por lo tanto, intalables y casi intocables. Pedazo de seres vivos, señoras y señores. Cuenta la historia que algo debió de pasar con Buda y uno de estos bichos y por eso se les considera algo sagrado. Son una pasada. Deberían de plantar más por todo el país, pero no lo hacen porque sus raíces miden decenas de metros e impedirían el cultivo de tierras, y eso es algo que no se pueden permitir.
El trekking llegó a su fin el tercer día a la hora de comer. Acabamos a las orillas de un río que conectaba con el lago Inle. Recuerdo que nos tenían preparados unos ardientes fideos con no sé qué. Estábamos todos cansedetes y con bastante gazuza. Yo repetí cuenco. Después de la comida quedaba el último paso: llegar al pueblo asentado en las orillas del lago Inle en el cual habían mandado el núcleo duro de nuestro equipaje vía camioneta. Pero ese trayecto ya era en lancha. Algo más de una hora, recorriendo el estrecho río hasta el lago, cruzando éste de punta a punta, hasta alcanzar nuestro destino final: la localidad de Nyaung Swe.
Gran experiencia. Una más. Hubo muchos momentazos en estos campos birmanos, decenas de anécdotas y pequeñas historias. Recuerdos de los que no te abandonan, como Rexona. Momentos realmente sencillos, preciosos y puros, como las pequeñas gotas de agua transparente de un milenario manantial.
Aúpa Haruki, a tu ritmo!.
ResponderEliminarAlways!!
ResponderEliminarjoviak