Los birmanos te llegan al corazón, y ya nunca se van. Son unos entrañables okupas que van a conseguir siempre perdurar en nuestro recuerdo. ¿Todos? Por supuesto que no. Los que viven en la gran ciudad, Yangón, ya están de vuelta de todo. Si ayudan al turista es para sacarle todos los Kiats (moneda local) que puedan. El dinero, Occidente o su propio Gobierno corrupto los ha envenenado para siempre. Digamos que son ya otros habitantes del mundo más. Como tú, como ella o como yo. Los que de verdad te llegan son los más humildes, los que viven en el campo o la montaña, en sus pequeñas aldeas construidas a mano por ellos mismos.
Estos campesinos, estas personas, que parece que viven anclados en el tiempo, como si al último siglo se le hubiese olvidado hacer la ronda por aquellos lares, que no saben lo que es un Iphone y que no tienen un espejo para poder mirarse, son los que hacen que el viaje a Myanmar pase de algo bonito e interesante a una experiencia inolvidable. Sólo estuvimos dos semanas allí y mi sensación es de haber pasado más tiempo. No sé muy el porqué. Quizá es que conectamos con ellos.
Comimos su comida, dormimos en sus casas, paseamos por sus campos, "escuchamos" a los viejos y mayores, bebimos y hablamos de amor con los jóvenes, jugamos y dibujamos con los más peques, y lo que nunca dejábamos de hacer era sonreír. Una sonrisa como medio de comunicación, como señal de eterna gratitud, como mero acto reflejo ante la suya. ¿Cómo una persona que ha sufrido tanto puede sonreír de esa manera? ¿Por qué me tratas tan bien si no me conoces de nada? Preguntas que asaltaban mi mente cada dos por tres.
Y entonces te das cuenta de lo que te enamora de esta gente, porque buenas personas hemos conocido bastantes a lo largo del viaje, y tratarnos de lujo también. Pero en este país, y en estas personas especialmente, descubrí algo que no tenemos ya los demás. Algo que a mí se me quedó grabado, y que luego cuando lo pensé después me di cuenta de que lo teníamos ahí delante de nosotros desde el primer momento, ese algo que se reflejaba con un intensísimo brillo en sus miradas y en sus sonrisas. Eso que todo el mundo conoce el nombre pero que nadie ha visto. Sí, estoy hablando de la Inocencia, de una inocencia bestialmente pura.
Viejos, mayores, jóvenes o niños, daba igual que tuvieran setenta o siete años, que tuvieran arrugas en su frente y callos en las manos o que no, esa mirada y esa sonrisa inocente eran común a todos ellos. Y me pareció algo sobrecogedor. Nadie, absolutamente nadie te va a mirar así en nuestro país. Tan sólo algunos críos que todavía casi no saben ni caminar bien solos. Esa inocencia, plenamente pura, sin dobleces, novedosa, ¡real! era como una fortísima dosis triple de pura vida en vena. Te sentías orgulloso por unos días de ser un ser humano. Todavía quedan buenas personas en este planeta, pensabas, buena gente que te lo puede demostrar simplemente mirándote a la cara durante dos segundos.
Yo estoy muy agradecido de haber podido pasar momentos con esta gente. Eran tan diferentes a nosotros, en el buen sentido, tan buenos, que tú sentías que debías ser mejor persona, al menos esos días. Porque no nos engañemos, nosotros los de Occidente, nunca podremos expresar esa candidez, esa ingenuidad, esa belleza con una mirada. Imposible ya. Nunca pensé que algo así me podría resultar tan bello y tan atractivo. Pero así fue. La arruga es bella, y la inocencia pura, más.
Y no, no hay que irse hasta el sudeste asiático para encontrar buenas personas. Lo mismo que no hay que ir hasta Rusia para beber vodka. Pero, amigos, sí que hay lugares en este planeta donde la tele, la prensa, internet, la radio o el móvil no han llegado. Donde conservan unos valores ancestrales que les hacen únicos. Y por los cuales merece la pena pasarse unos días, para que te recuerden lo que verdaderamente importa en esta vida, que no es otra cosa que intentar ser feliz siendo buena persona, para contigo mismo y para con los que te rodean. ¿¿Correcto??
Correctísimo!
ResponderEliminar